jueves, 18 de febrero de 2016

Dragones de cuera (obra de Ferrer-Dalmau)

Augusto Ferrer-Dalmau inmortaliza para el libro del periodista Carlos Molero, "Estampas de la caballería española", a una de las unidades de caballería más singulares y exitosas del imperio español: los Dragones de Cuera.

A finales del siglo XVIII, la frontera norte del virreinato de la Nueva España la conformaba una red de pequeñas plazas fuertes, los presidios, que protegían asentamientos dispersos de colonos blancos y tribus indias locales, a los que se sumaban los refugiados del impetuoso empuje de los belicosos comanches. Era una frontera extensa y dura de territorio desértico, que se expandía a través de más dos mil kilómetros desde Nueva Orleans a Tucson, protegiendo de ésta manera el flanco noroeste del disputado territorio de la Luisiana, y con él el famoso Camino de Tierra Adentro, que conectaba Florida con Texas.

Las puntas de lanza de éste dispositivo, que eran también los asentamientos más poblados, eran Santa Fé y San Antonio de Béjar, poblaciones que se harían famosas durante la expansión estadounidense hacia el Oeste y la independencia del estado de la estrella solitaria, tras la famosa expedición de Antonio López de Santa Anna y la defensa de la antigua misión española de El Álamo.

Para proteger un territorio inclemente y de una extensión apabullante, se contaba principalmente con una tropa especialista de aspecto y armamento arcaico, que sin embargo demostró ser uno de los cuerpos más versátiles y temibles de los extensos territorios en las postrimerías del imperio del rey de España: los dragones de cuera.

Operando usualmente en pequeñas unidades de castigo de doce jinetes, los dragones tenían como base los presidios, cuya guarnición la componían un capitán, un teniente, un alférez, un sargento, dos cabos, capellán y en torno a cuarenta soldados (que siempre resultaban ser menos), a los que se les asignaba un número variable de rastreadores indios de las tribus aliadas, que acudían a éste territorio en busca de la protección de los españoles.

El uniforme quedó fijado por una ordenanza de 1722: "El vestuario de los soldados de presidio ha de ser uniforme en todos, y constará de una chupa corta de tripe, o paño azul, con una pequeña vuelta y collarín encarnado, calzón de tripe azul, capa de paño del mismo color, cartuchera, cuera y bandolera de gamuza, en la forma que actualmente las usan, y en la bandolera bordado el nombre del presidio, para que se distingan unos de otros, corbatín negro, sobrero, zapatos y botines."

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Su armamento era dispar, y podía parecer anticuado, pero estaba perfectamente adaptado a la naturaleza de los combates contra los indios de las praderas: espada, lanza, carabina o escopeta y dos pistolas. Se protegían con la famosa cuera, de la que venía el nombre de la unidad, que era un chaleco o chaqueta corta formada por varias capas de cuero (hasta siete), y que tan útil resultaba para detener los flechazos de los indios. Llevaban, además, un escudo con las armas del rey, que solía ser una adarga de cuero en forma de ocho (recordemos que de tradición nazarí) o una rodela redonda, perfectas ambas para detener las flechas e incluso los disparos desde larga distancia.

Nunca pasaron de mil, y solían ser, en el conjunto de la red de 44 presidios de 1790, no más de 600 hombres. Controlaban extensos territorios, por lo que cada jinete debía disponer de hasta seis caballos de refresco y una mula para los pertrechos. Su misión, desde las primeras décadas del siglo XVIII, había sido la de enfrentarse a los belicosos comanches, que habían cruzado las Rocosas en busca de nuevos territorios, equipados con las armas de fuego que intercambiaban por caballos, haciendo la guerra a las tribus locales, a las que derrotaron a mediados de siglo en la Batalla del Cerro del Fiero, asentándose en una zona limítrofe con el sistema defensivo español, que se conocería como la Comanchería.

Desde la Comanchería, los jinetes de las praderas atacaban los ranchos y asentamientos españoles, dejando siempre algún muerto o secuestrando a las mujeres. Los mandos militares respondían a éstos ataques con veloces incursiones de los dragones de cuera, primero para provocar su retirada de nuevo hacia la Comanchería, y cuando los ataques se volvieron más cruentos, para matar al mayor número posible de comanches. Se trataba de operaciones de castigo, donde lo importante era dejar claro que los españoles tomarían represalias por cualquier incursión que se hiciera en su territorio.

El desafío de los comanches provocó varias expediciones de castigo por parte de los españoles, como las de Pedro de Villasur en 1720. A partir de 1745, los ataques de los comanches se volvieron más frecuentes. Equipados ahora con armas de fuego, se convirtieron en la pesadilla de las tribus locales, y en un quebradero de cabeza para las autoridades coloniales.

En la década de 1770 surgió entre los comanches un líder guerrero carismático, Tabivo Naritgant, más conocido como Cuerno Verde. Sus ataques fueron inusualmente sangrientos, y provocaron la mayor ofensiva de los soldados presidiales durante toda su historia. La capiteanaba el victorioso gobernador de Nuevo Méjico, don Juan Baustita de Anza, y la formaba una fuerza de seis cientos hombres, mezcla de milicianos, aliados indios e infantería de la guarnición de Santa Fé. Pero el peso del combate recaería sobre los ciento cincuenta dragones de cuera que se opinaba la tropa de élite de aquella expedición.

Tras varias escaramuzas, alguna de ellas tan impresionante como un combate a la carrera durante más de cuatro mil kilómetros en persecución de los comanches, el combate decisivo se libró el 3 de septiembre de 1779, cuando los hombres de Anza emboscaron a los guerreros más fieles a Cuerno Verde, que plantearon una última defensa. El jefe indio cayó en combate, y su curioso tocado fue enviado como trofeo al rey de España, que posteriormente lo regaló al Papa, estando hoy depositado en los Museos Vaticanos.

Los dragones de cuera cumplieron bien su cometido. La frontera norte quedó en paz tras ésta victoria y la firma de paces que le siguió, y durante las décadas restantes hasta la independencia de México, las incursiones indias se detuvieron.



David Nievas Muñoz
Licenciado en Historia por la Universidad de Granada
Máster en la Monarquía Católica, el Siglo de Oro Español y la Europa Barroca
Asesor histórico de Augusto Ferrer-Dalmau

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