jueves, 18 de febrero de 2016

Dragones de cuera (obra de Ferrer-Dalmau)

Augusto Ferrer-Dalmau inmortaliza para el libro del periodista Carlos Molero, "Estampas de la caballería española", a una de las unidades de caballería más singulares y exitosas del imperio español: los Dragones de Cuera.

A finales del siglo XVIII, la frontera norte del virreinato de la Nueva España la conformaba una red de pequeñas plazas fuertes, los presidios, que protegían asentamientos dispersos de colonos blancos y tribus indias locales, a los que se sumaban los refugiados del impetuoso empuje de los belicosos comanches. Era una frontera extensa y dura de territorio desértico, que se expandía a través de más dos mil kilómetros desde Nueva Orleans a Tucson, protegiendo de ésta manera el flanco noroeste del disputado territorio de la Luisiana, y con él el famoso Camino de Tierra Adentro, que conectaba Florida con Texas.

Las puntas de lanza de éste dispositivo, que eran también los asentamientos más poblados, eran Santa Fé y San Antonio de Béjar, poblaciones que se harían famosas durante la expansión estadounidense hacia el Oeste y la independencia del estado de la estrella solitaria, tras la famosa expedición de Antonio López de Santa Anna y la defensa de la antigua misión española de El Álamo.

Para proteger un territorio inclemente y de una extensión apabullante, se contaba principalmente con una tropa especialista de aspecto y armamento arcaico, que sin embargo demostró ser uno de los cuerpos más versátiles y temibles de los extensos territorios en las postrimerías del imperio del rey de España: los dragones de cuera.

Operando usualmente en pequeñas unidades de castigo de doce jinetes, los dragones tenían como base los presidios, cuya guarnición la componían un capitán, un teniente, un alférez, un sargento, dos cabos, capellán y en torno a cuarenta soldados (que siempre resultaban ser menos), a los que se les asignaba un número variable de rastreadores indios de las tribus aliadas, que acudían a éste territorio en busca de la protección de los españoles.

El uniforme quedó fijado por una ordenanza de 1722: "El vestuario de los soldados de presidio ha de ser uniforme en todos, y constará de una chupa corta de tripe, o paño azul, con una pequeña vuelta y collarín encarnado, calzón de tripe azul, capa de paño del mismo color, cartuchera, cuera y bandolera de gamuza, en la forma que actualmente las usan, y en la bandolera bordado el nombre del presidio, para que se distingan unos de otros, corbatín negro, sobrero, zapatos y botines."

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Su armamento era dispar, y podía parecer anticuado, pero estaba perfectamente adaptado a la naturaleza de los combates contra los indios de las praderas: espada, lanza, carabina o escopeta y dos pistolas. Se protegían con la famosa cuera, de la que venía el nombre de la unidad, que era un chaleco o chaqueta corta formada por varias capas de cuero (hasta siete), y que tan útil resultaba para detener los flechazos de los indios. Llevaban, además, un escudo con las armas del rey, que solía ser una adarga de cuero en forma de ocho (recordemos que de tradición nazarí) o una rodela redonda, perfectas ambas para detener las flechas e incluso los disparos desde larga distancia.

Nunca pasaron de mil, y solían ser, en el conjunto de la red de 44 presidios de 1790, no más de 600 hombres. Controlaban extensos territorios, por lo que cada jinete debía disponer de hasta seis caballos de refresco y una mula para los pertrechos. Su misión, desde las primeras décadas del siglo XVIII, había sido la de enfrentarse a los belicosos comanches, que habían cruzado las Rocosas en busca de nuevos territorios, equipados con las armas de fuego que intercambiaban por caballos, haciendo la guerra a las tribus locales, a las que derrotaron a mediados de siglo en la Batalla del Cerro del Fiero, asentándose en una zona limítrofe con el sistema defensivo español, que se conocería como la Comanchería.

Desde la Comanchería, los jinetes de las praderas atacaban los ranchos y asentamientos españoles, dejando siempre algún muerto o secuestrando a las mujeres. Los mandos militares respondían a éstos ataques con veloces incursiones de los dragones de cuera, primero para provocar su retirada de nuevo hacia la Comanchería, y cuando los ataques se volvieron más cruentos, para matar al mayor número posible de comanches. Se trataba de operaciones de castigo, donde lo importante era dejar claro que los españoles tomarían represalias por cualquier incursión que se hiciera en su territorio.

El desafío de los comanches provocó varias expediciones de castigo por parte de los españoles, como las de Pedro de Villasur en 1720. A partir de 1745, los ataques de los comanches se volvieron más frecuentes. Equipados ahora con armas de fuego, se convirtieron en la pesadilla de las tribus locales, y en un quebradero de cabeza para las autoridades coloniales.

En la década de 1770 surgió entre los comanches un líder guerrero carismático, Tabivo Naritgant, más conocido como Cuerno Verde. Sus ataques fueron inusualmente sangrientos, y provocaron la mayor ofensiva de los soldados presidiales durante toda su historia. La capiteanaba el victorioso gobernador de Nuevo Méjico, don Juan Baustita de Anza, y la formaba una fuerza de seis cientos hombres, mezcla de milicianos, aliados indios e infantería de la guarnición de Santa Fé. Pero el peso del combate recaería sobre los ciento cincuenta dragones de cuera que se opinaba la tropa de élite de aquella expedición.

Tras varias escaramuzas, alguna de ellas tan impresionante como un combate a la carrera durante más de cuatro mil kilómetros en persecución de los comanches, el combate decisivo se libró el 3 de septiembre de 1779, cuando los hombres de Anza emboscaron a los guerreros más fieles a Cuerno Verde, que plantearon una última defensa. El jefe indio cayó en combate, y su curioso tocado fue enviado como trofeo al rey de España, que posteriormente lo regaló al Papa, estando hoy depositado en los Museos Vaticanos.

Los dragones de cuera cumplieron bien su cometido. La frontera norte quedó en paz tras ésta victoria y la firma de paces que le siguió, y durante las décadas restantes hasta la independencia de México, las incursiones indias se detuvieron.



David Nievas Muñoz
Licenciado en Historia por la Universidad de Granada
Máster en la Monarquía Católica, el Siglo de Oro Español y la Europa Barroca
Asesor histórico de Augusto Ferrer-Dalmau

La carga decisiva (cuadro de Ferrer-Dalmau)

Pocas jornadas hubo durante la Conquista de México, más decisivas como la de Otumba. El 7 de julio de 1520, la hueste de Cortés, que había escapado a duras penas de Tenochtitlán, maltrecha y derrotada en la Noche Triste, estuvo a punto de ser derrotada.

La derrota en tales condiciones suponía, a diferencia de en Europa, la aniquilación. Les esperaban los altares donde serían sacrificados, como sacrificados habían sido (y estaban siendo) los españoles que habían caído en manos de los guerreros méxica durante la desastrosa retirada de la capital.

El objetivo era regresar a Tlaxcala, y eso dedicaron sus esfuerzos los en torno a 500 soldados de infantería, 12 ballesteros y alrededor de 20 jinetes, sin cañones ni pólvora. Les acompañaba una fuerza de en torno a 800 aliados tlaxcaltecas, entre los que destacaría por su valentía el capitán Calmecahua, hermano del importante señor Maxixcatzin, de la confederación tlaxcalteca. Con ellos, todos los civiles, especialistas y porteadores que habían conseguido salvar.

La fuerza sería hostigada durante todo el recorrido por las fuerzas del ahora emperador Cuitláhuac, que despachó a su mano derecha, el cihuacoátl (una mezcla de consejero, primer ministro y sumo sacerdote) Matlatzincátzin. La gran fuerza, cifrada exageradamente en más de 100.000 hombres, les atacó en los llanos de Temalcatitlán, cerca de Otumba.

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Cortés formó a sus hombres disponiéndolos en un círculo, pues las fuerzas méxicas les rodearon completamente. Situó a los lanceros delante, formando un muro protector, y detrás de ellos estaban rodeleros, ballesteros y sus aliados tlaxcaltecas. Todos lucharon, incluso María de Estrada, una española que en aquella jornada empuñó una lanza defendiéndose “como si fuese uno de los hombres más valerosos del mundo”. Se intercambiaron proyectiles y comenzaron las violentas cargas, que en varias ocasiones estuvieron a punto de desbaratar el círculo.

Contra las cuerdas, aconsejado por sus aliados, Cortés decidió una maniobra arriesgada. Un grupo de jinetes, encabezados por él mismo, daría una carga, intentando matar al cihuacoátl (que veía la batalla desde una colina cercana) y capturar el estandarte que llevaba en su espalda. Algo que para los aztecas suponía una derrota en el campo de batalla. Los jinetes eran Hernán Cortés, Gonzalo Domínguez, Cristóbal de Olid, Gonzalo de Sandoval y Juan de Salamanca. Éste último sería el que alancearía a Matlatzincátzin, exhibiendo su bandera como trofeo. Las tropas del emperador Cuitláhuac comenzaron a retirarse en desorden, y los españoles y sus aliados se cebaron con ellos. Tras pasar la noche en Apan, prosiguieron hacia Tlaxcala, ésta vez sin ser hostigados. Sesenta españoles (y suponemos que muchos más tlaxcaltecas) habían quedado en el campo de batalla.

Augusto Ferrer-Dalmau refleja en ésta pintura, casi complementaria con el gran lienzo “El paso de Cortés”, ésta famosa y decisiva carga. Cuando la suerte de la expedición estuvo enteramente en las lanzas y los cascos de cinco caballos y sus jinetes.

David Nievas Muñoz
Licenciado en Historia por la Universidad de Granada
Máster en la Monarquía Católica, el Siglo de Oro Español y la Europa Barroca
Asesor histórico de Augusto Ferrer-Dalmau


El camino a Tenochtitlán (cuadro de Ferrer-Dalmau)


Contexto

Corría el año 1519. En Castilla, el bando comunero reclutaba tropas y recaudaba fondos, en lucha abierta contra los partidarios del rey desde hacía ya más de cuatro meses. El joven rey Carlos se había aprestado a viajar hacia Alemania tras conocer la noticia de su elección como Rey de Romanos. Al otro lado de la Mar Océana, un rebelde llamado Hernán Cortés marchaba al encuentro del emperador Moctezuma y hacia su capital, Tenochtitlán. No marchaba solo. Tras él, una heterogénea fuerza por quinientos aventureros sujetos a sus propias ordenanzas, los llamados conquistadores. Pero los soldados españoles, gente ávida de fortuna, no eran los únicos componentes de aquel ejército.

Interpretar la Conquista de México, episodio controvertido y fascinante a partes iguales, desde la óptica de una lucha de los unos (españoles) contra los otros (indios), es un error. La Triple Alianza tenía muchos enemigos aún entre sus naciones tributarias. El más grande de dichos enemigos era la Confederación Tlaxcalteca. En Tlaxcala encontró Cortés un socio capaz, un aliado que se mantuvo firme aún en los peores momentos.

Antes de marchar hacia Tenochtitlán, el extremeño contentó a sus aliados, saldando viejas cuentas de éstos para con la vecina Cholula. Argumentando la preparación de una trampa, no sabemos si real o fingida, la gran ciudad fue saqueada durante seis días, su templo mayor incendiado y cinco mil de sus habitantes pasados a cuchillo. El ejército acampó en ella durante dos semanas, y se envió a Pedro de Alvarado para explorar el camino que debía llevarles hacia la capital. Les esperaba “el Paso de Cortés”, a cuatro mil metros de altura entre los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl. En torno al treinta de octubre salieron de Cholula con dirección a Huejotzingo. Cruzaron, para ello, el río Actipan.


Detalle de los jinetes


La obra

Casi quinientos años después, el afamado pintor español Augusto Ferrer-Dalmau Nieto recibe el encargo de crear un lienzo sobre la Conquista de México. El proyecto es ambicioso: una panorámica de la hueste de Cortés durante el cruce de un río. La intención del pintor, como suele, era la de reflejar del modo más fidedigno posible la escena, como si de una fotografía se tratara. A tal efecto, Ferrer-Dalmau y quien éstas líneas escribe, trabajamos mano a mano para que ésta pintura cumpliera, en la medida de lo posible, dicho objetivo.

Mucho se ha escrito, dibujado o pintado sobre la Conquista de México. Ésta pintura no quiere ser “rompedora”, en el sentido de reflejar aspectos desconocidos o inéditos de éste proceso, si no más bien acercar al gran público las conclusiones de los últimos estudios y obras especializadas que relativas a éste acontecimiento han aparecido desde la perspectiva de la historia militar.

Lejos de la visión decimonónica del conquistador arquetípico, provisto de colorido gregüescos, morrión de cresta y armas a la usanza de décadas posteriores (como la guarnición de cazoleta, que no aparece hasta la década de 1630), un análisis más cercano a las fuentes artísticas y documentales del periodo nos presenta una estampa muy diferente. Así, basándonos en testimonios contemporáneos como los dibujos de Christoph Weiditz o al siempre elocuente arte sacro, el conquistador castellano vestiría con una mezcla de elementos que estribarían entre la sobria moda castellana de principios del siglo XVI a la influencia de la moda militar italiana y, sobre todo, alemana.

El cuadro, mediante una serie de elementos clave, nos ofrece una instantánea de como podían haber sido las huestes de Cortés. Guía al conjunto un guerrero tlaxcalteca, en calidad de aliado, vistiendo su escaupil y empuñando su “maquahuitl”, la temible espada de madera con lascas de afilada obdisiana. Detrás de él, los jinetes, que tan importantes fueron en las batallas libradas en suelo mexicano, armados con espadas, adargas, celadas, petos milaneses y lanzas ligeras a modo de venablo, con las que poder reñir “a la jineta”, estilo de monta ágil aprendido de los nazaríes.

Arcabuceros y ballesteros, más desconocidos pero numerosos, tuvieron gran importancia en aquella conquista. Su número, empero, distaba mucho de convertirlos en un factor decisivo. Trece arcabuceros manejando versiones primitivas del arma de fuego portátil que ya triunfaba en los campos de batalla europeos. La estampida del arcabuz y el cañón, comparada por los guerreros mesoamericanos con el trueno, constituía una gran baza en lo psicológico, pero la puntería de los treinta y dos ballesteros de Cortés sería, sin embargo, más decisiva. Los humildes lanceros y rodeleros formaban el núcleo de la tropa, sólidos y disciplinados. Su mayor ventaja, aparte de las armas y armaduras de acero, era la táctica. Llevaron a sus enemigos un tipo de guerra al que no estaban acostumbrados, la del poder defensivo/ofensivo de las formaciones cerradas de picas y arcabuces, que ejemplificaban el proceso coetáneo de revolución militar en Europa, de la que nos hablara Geoffrey Parker.

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La hueste no la formaban solo los soldados. Con ellos, y no menos importantes, iban los civiles. Los caciques totonacas y tlaxcaltecas habían dado a Cortés miles de porteadores. El “tameme” mesoamericano podía cargar un promedio de veintitrés kilos en su espalda, en largas jornadas donde podían cubrirse hasta veinticinco kilómetros diarios. Su monumental esfuerzo fue esencial. Ellos cargaban con los cañones, las vituallas, municiones e impedimenta. Junto a ellos, las mujeres que acompañaban a la tropa, en calidad de sirvientas, que realizaban tareas vitales para el día a día. A todas ella ejemplifica la silenciosa mujer tlaxcalteca que acompaña, cargada con su petate, a las tropas en el centro de la composición. Herreros, carpinteros, médicos y sacerdotes acompañaron también a Cortés. El que aparece en ésta obra es Bartolomé de Olmedo (bajo el rostro de éste autor), del hábito de la Merced, consejero del extremeño y, en ocasiones, su representante en negociaciones y misiones diplomáticas.


Todos éstos y muchos otros elementos conforman “El camino a Tenochtitlán”. Dejando atrás la maltrecha Cholula, juntos bajo una misma bandera marcharán, en adelante, tlaxcaltecas y castellanos, dando fe de que el proceso de conquista y colonización fue mucho más complejo, en lo político y material, de lo que se pudiera pensar.

David Nievas Muñoz
Licenciado en Historia por la Universidad de Granada
Máster en la Monarquía Católica, el Siglo de Oro Español y la Europa Barroca




domingo, 14 de febrero de 2016

Los "Otros Cagayán"

A tenor del libro “En tierra extraña” y las investigaciones de Carlos Canales y Miguel del Rey, recientemente han adquirido gran fama los sucesos conocidos como los Combates de Cagayán, que se produjeron en la isla filipina de Luzón, 1582. Éste hecho de armas, relativo a un combate entre occidentales (españoles) y japoneses, circula (como suele pasar en éstos casos) de forma cíclica por las redes sociales y aún ha tenido su hueco en artículos on-line de periódicos de renombre.

No es mi intención restar importancia a éste suceso, si no más bien, situarlo dentro de una cronología y de un periodo histórico determinado. ¿Fueron los combates de Cagayán el único enfrentamiento directo entre europeos y japoneses antes del inicio de la política del “sakoku” y el aislacionismo voluntario de Japón por más de dos siglos? Definitivamente, no. ¿Fue quizá el único combate entre españoles y japoneses durante éste periodo del siglo XVI y XVII? Tampoco.

Los primeros enfrentamientos


De sobra es conocido el hecho de que fueron los portugueses los primeros europeos en navegar y colonizar las aguas del Lejano Oriente. Uno de los primeros contactos entre portugueses y japoneses se produjo en torno a 1542, cuando de forma accidental arribaron a las costas de la isla de Tanegashima. Los japoneses se mostraron muy interesados en los arcabuces portugueses, que compraron primero y luego comenzaron a fabricar ellos mismos bajo ese mismo nombre, “tanegashima”. Para la década de 1580, el uso de éstas armas de fuego cambiará el panorama bélico de un Japón sumido en guerras señoriales.

Fernao de Souza, la “primera escaramuza”


Durante los intercambios comerciales que solían producirse en la isla de Hirado, en 1561 el capitán Fernao de Suoza y catorce de sus hombres perecieron en una escaramuza contra los japoneses. Ese año, cinco naves portuguesas estaban comerciando en Japón. Una de ellas, mandada por Afonso Vaez, recaló en un puerto de Akune, donde éste capitán encontraría la muerte a manos de samurais del daimyo local.


Una carraca portuguesa inmortalizada por los observadores japoneses. Debido al calafate que usaban las naves europeas, los japoneses las conocían como "naves negras". Éstas carracas podían cargar muchas toneladas de mercancías, y se convirtieron en una pieza clave en los intercambios comerciales entre Portugal y Asia.

Abordajes en Fukuda, 1565


Don Joao Pereira llegó en 1565 a las inmediaciones de Nagasaki al mando de una carraca y un pequeño galeón, que además de las habituales mercancías, transportaba a numerosos mercaderes chinos. Recalaron en la bahía de Fukuda, pero se demoraron en llegar a Hirado a causa de la aprehensión que sentían por la matanza de sus quince compañeros cuatro años antes. La negociación con los padres jesuitas no produjo el fruto deseado e, impaciente, el daimyo Omura Sumitada mandó una fuerza de ochenta embarcaciones con unos pocos cientos de samurai, con la orden de sorprender a los portugueses.

Les sorprendieron, si, pues a pesar de las advertencias de los jesuitas en Hirado, el ataque pilló a los portugueses con mucha gente en tierra desembarcando material. Al rallar el alba, los samurai consiguieron acercarse a la carraca portuguesa, abordándola por la popa. Pillaron a los lusos con la guardia baja, e incluso pudieron llevarse el escritorio del capitán, y otras riquezas de su camarote.

Alertados finalmente, los portugueses contraatacaron, expulsando a los samurai de su barco. Hicieron luego fuego cruzado ambos navíos sobre las embarcaciones japonesas, provocando una gran carnicería sobre las cubiertas atestadas de guerreros. Los japoneses tuvieron setenta muertos y más de doscientos heridos. Los jesuitas celebraron ésta particular victoria, dejando constancia de que “Los japoneses solo nos conocían como mercaderes, y no nos tenían, en consecuencia, en más estima que a los chinos”.

Otros combates menores y la política del desarme


Al parecer, se conservan en el archivo de la Torre do Pombo una serie de documentos que dan fe de que las escaramuzas entre los marinos portugueses y los guardias y samurai en la zona de Nagasaki (éstos si, 100% confirmados como tales). El resultado de las mismas fue dispar, aunque durante unos años, pareció que los portugueses tenían las de ganar, pues salieron airosos de muchos de éstos enfrentamientos.

El móvil solía ser casi siempre el mismo. Se trataba de actos de venganza por la muerte de algún portugués durante los desembarcos o intercambios comerciales. Como el intercambio era provechoso para ambas partes, se optó por prohibir a los portugueses y comerciantes extranjeros bajar a tierra armados. Para su protección, los poderes locales dispusieron guardias para éstos mercaderes. Finalmente, se irían restringiendo los intercambios con el conocido sistema del puerto único, que en un primer momento sería el Nagasaki cedido “a perpetuidad” a la compañía de Jesús.


Sello conmemorativo del 450 aniversario de la llegada de los portugueses a Japón. En éste timbre se hace referencia a la introducción de los primeros arcabuces "tanegashima" en Japón.


El ataque de “Limahon” a Manila, 1574


Uno de los mayores ataques de los piratas wako a los intereses occidentales en Asia fue, sin duda alguna, el gran ataque a Manila de 1574. Bien comentado y conocido por la historiografía española, el enfrentamiento es, sin embargo, menos comentado a día de hoy que los combates en Cagayán, aunque se produjo a una escala mucho mayor (y, de hecho, estuvo a punto de terminar con la reciente presencia española en las Filipinas).
Lin Feng era un pirata wako con una tripulación mixta de guerreros asiáticos, entre los que se contaba una fuerza japonesa al mando de su lugarteniente, un japonés que las crónicas españolas llaman “Sioco”. A causa de sus frecuentes ataques a los intereses comerciales y costas de China, la armada imperial había puesto precio a su cabeza.

En 1574, dirigió sus miras a una presa que creía fácil: el asentamiento español en Manila. Las Filipinas, que se habían convertido en un punto de intercambio fundamental entre Asia, Europa y América (a través del galeón de Manila), y que durante éstas décadas llegaría a eclipsar la riqueza y el provecho labrado por los portugueses en éstas latitudes. El premio era, pues, sustancioso.

Gobernaba la isla un compañero de Legazpi, Guido de Lavezares, que la defendía con una exigua fuerza de quinientos españoles repartidos por todo el archipiélago, y solo 150 de ellos defendiendo Manila, donde acababa de construirse un fuerte provisional hecho de madera. La tropa estaba al mando del vasco Martín de Goyti, en calidad de maestre de campo.

Ling Feng llegó a las costas filipinas con una armada compuesta por más de 62 buques, en la que embarcaban 3.000 hombres dispuestos a conquistar rápidamente el asentamiento. Llegaron, por error, a una localidad costera de la isla (Parañaque), y sus habitantes acudieron a Manila para alertar al gobernador, que creyó que se trataba de un ataque de “moros boyernes”. Lavezares hizo caso omiso a la advertencia, y las fuerzas de piratas wako llegaron a la ciudad.

Al mando de Sioco, una avanzadilla de 200 piratas entró en el asentamiento español como una fuerza compacta provista de armas de fuego y enhastadas, que sorprendió a los españoles por su cohesión y disciplina. Los españoles trataron de defender las calles de Manila, pero el número del enemigo parecía irresistible. Lucía del Corral, esposa del maestre de campo Martín de Goyti, increpó a los piratas desde el balcón de su casa, provocando su ira. Entraron en tropel en la misma, dando muerte a las mujeres, y entre ellas a doña Lucía, que al negarse a entregar su collar, fue degollada. Martín de Goyti, viendo que los piratas wako entraban en su propia casa, saltó desde la ventana de una casa vecina, muriendo casi al instante traspasado por sus lanzas.

Al mando del capitán Alonso Velázquez, una pequeña fuerza de socorro rescató a los españoles que pudo, que se atrincheraron en el fuerte. Viendo que la resistencia se organizaba, Sioco se replegó con sus hombres de nuevo hacia las embarcaciones de Ling Feng. Mientras, el gobernador Lavezares reforzó las defensas del fuerte y concentró en él a los españoles, haciendo llamamiento a otros capitanes que estaban en la isla. Entre ellos, el joven Juan de Salcedo acudió con un refuerzo de cincuenta españoles (y suponemos que también con aliados tagalos). Animoso y conocido por su carácter resoluto, fue nombrado por aclamación nuevo maestre de campo de las fuerzas españolas.

Los piratas volvieron a asaltar la ciudad, ésta vez en mayor número, y comenzando con una descarga de artillería desde sus buques. Una fuerza de 1.500 hombres, divididos en tres columnas, avanzaron por Manila destruyendo algunas propiedades, entre ellas una iglesia que contenía retablos y pinturas regaladas a Lavezares por Felipe II. Viendo que los españoles defendían el fuerte, se propusieron tomarlo al asalto, siendo recibidos a tiros de arcabuz y disparos de cañón. Como las defensas de aquel fuerte provisional no bastaban para mantenerles a raya, fue preciso rechazar los intentos de asalto al arma blanca. En éste empeño se destacó el alférez Sancho Ortiz, que “jugando su alabarda” mató con gran destreza a algunos de éstos piratas, antes de caer muerto por un disparo de arcabuz.

Entendiendo que la situación era insostenible, Salcedo hizo formar a sus hombres “en cuadro”, como hacían los tercios en Europa, y justo cuando las defensas estaban a punto de caer, salió del fuerte dando una carga inesperada sobre el enemigo. Tras un violento y rápido combate, los piratas, que no esperaban una resistencia tan encarnizada, comenzaron a retroceder, y finalmente huyeron desordenadamente hacia la seguridad de las embarcaciones, agolpándose en las barcas y lanchones para tratar de ganar sus naves. Como era usual en éstos casos, los españoles se dieron al degüello, matando a muchos más antes de que pudieran ponerse a salvo en sus buques.

No terminaron ahí las correrías de Ling Feng en las Filipinas, pues atacaría otras islas y se asentaría en Pangasinán, construyendo otro fuerte donde alojó a una tropa de 600 hombres. Juan de Salcedo salió de Manila con una fuerza de 250 españoles y unos 2.000 aliados tagalos, consiguiendo finalmente expulsarle de aquellas tierras en 1575. Lo hizo, sin embargo, dejando atrás a muchos de sus hombres, que finalmente fueron pasados a cuchillo.


El ataque de Ling Feng (Limahon) a Manila en una ilustración para el libro infantil "Mi raza". En ella se representa la muerte del maestre de campo Martín de Goyti durante la primera incursión de los piratas wako al asentamiento español.


Abordaje al “Tiger”, 1604


Navegando cerca de Japón, el buque corsario “Tiger”, al mando de Sir Edward Michelbourne, se encontró con un junco pilotado por piratas wako. En un incidente bien documentado, sobre el que se han hecho eco muchos historiadores como Stephen Turnbull, los ingleses invitaron primeramente a los piratas a subirse a su buque, creyendo que querían comerciar.

Poco a poco, fueron subiendo más piratas al “Tiger”, fingiendo que querían, efectivamente, comerciar. Cuando sintieron que eran los suficientes para acometer el asalto, comenzaron a atacar a los marineros ingleses, hiriendo y matando a varios de ellos a golpe de katana.

Finalmente, haciendo buen uso de las medias picas que solían embarcarse para repeler o realizar los abordajes, los ingleses consiguieron empujar a los asaltantes hasta uno de los camarotes del buque, girando luego sus cañones de 32 libras para disparar sobre ellos. Murieron todos, y sir Edward comentó que “Sus piernas, brazos y cuerpos estaban destrozados, de tal manera que fue bizarro ver como los cañonazos los habían masacrado”.

Destrucción del “Nossa Senhora de Graça”, 1609


Un nuevo enfrentamiento entre portugueses y japoneses en el entorno de Nagasaki. Andrea Pessoa, antiguo gobernador portugués en Macao, había recalado con su carraca, la “Nuestra Señora de Gracia” en la bahía de Nagasaki. Enterado de su presencia, el gobierno de Tokugawa Ieyasu quiso tomarse la revancha por la muerte de unos marineros japoneses en Macao, unos meses antes, por orden de Pessoa.

Se produjo un primer ataque, en el que 1.200 japoneses trataron de abordar y tomar la carraca. Sin embargo, tan confiados estaban de la victoria que gritaron antes del abordaje, provocando que los portugueses reaccionaran rápidamente cortando los arpeos y dando al traste con el asalto.

Durante tres noches consecutivas, los japoneses tratarían de capturar la “Nuestra Señora de Gracia”, sin éxito. Para el último ataque, montarían en dos de sus naves una estructura del tipo de una torre de asedio, tan alta como el palo mayor de la carraca, contratando una fuerza  adicional de 1.800 samurai y ashigaru. Se produjeron varios abordajes, pero los portugueses fueron capaces de rechazarlos. Fue en éstos asaltos en los que se dijo que Pessoa, espada en mano, mató personalmente a dos guerreros samurai.

Finalmente, el fuego destruiría la carraca. Un accidente provocado por el disparo de un arcabucero japonés, hizo estallar una granada cerca del palo de mesana, que comenzó a arder violentamente. El fuego se propagó al resto de la nave, y los portugueses saltaron por la borda, tratando de salvar sus vidas. Pessoa, que prefería perder la vida y la nave antes de ver ambas capturadas en manos de los japoneses, prendió fuego a la santabárbara de la carraca, que saltó finalmente por los aires.


La isla artificial de Dejima fue, desde 1641 a 1853, el único lugar de intercambio entre Japón y Occidente, a través de los holandeses.

Cagayán en su contexto


Así pues, se arroja un poco de luz sobre los sucesos de Cagayán. No fueron el único encuentro armado entre occidentales y orientales a finales del siglo XVI y principios del XVII, aún en el caso de los españoles. Japoneses y piratas wako se enfrentaron a portugueses e ingleses en ésta misma época, antes de que se estableciera definitivamente el sistema de puerto único, (que pasaría a ser, tras la política del Sakoku, la famosa isla de Dejima, con el consiguiente monopolio de intercambios con los holandeses), la prohibición para los occidentales de llevar armas una vez pisaran las islas de Japón, y se terminara con el periodo de expansión militar de Toyotomi Hideyoshi con las malogradas invasiones japonesas a Corea.

Tras éstos ataques, la política aislacionista de Japón introdujo el nuevo concepto de los "buques de sello rojo", mercaderes autorizados por el shogún para intercambios con puertos asiáticos. Ésta política provocaría, en sus primeras décadas, un último enfrentamiento con los españoles en Ayutthaya, un importante puerto tailandés. Hablaremos de éste último choque en otra entrada de éste blog.

¿Por qué se producían éstos enfrentamientos? Al parecer, ésta fase expansiva de los japoneses, que culminaría con la instauración de esa política de aislamiento, se plasmaba también en la contratación de fuerzas de piratas wako para atacar y someter a tributo las costas de regiones limítrofes ricas, entre las que se contaban las Filipinas españolas. Tanto es así que los japoneses conocían en ésta época a los occidentales como “Nanban”, que significa “los bárbaros del sur”. Al sur quedaban las Filipinas, y era en ellas donde comenzaría a crearse un sistema de intercambio comercial entre la Asia y Europa, a través del galeón de Manila y las flotas de Indias. Un comercio que llevó a la guerra entre portugueses y españoles por el control de las islas de las especias, conflicto que posteriormente se extendería a los holandeses, una vez unidas ambas coronas (la portuguesa y la española) y sus intereses.

Pero eso es otra historia, que también merecería ser contada en detalle.